De ideas contrarias a la deshumanización de la técnica de la Pintura,
Lourdes Barril no es partidaria de imprimir la fotografía sobre un lienzo disfrazándola
o velándola con pintura (como hacen en todo el mundo, gran parte de los
pintores figurativos actuales, sirviéndose de programas informáticos), ya que lo
considera como una pérdida de contacto con la expresión más directa de las
visualizaciones personales, viendo en
dicha práctica un frio y rígido falseamiento de la experiencia sensorial.
Lourdes Barril realiza siempre sus cuadros de forma
totalmente manual, reivindicando el dominio de las técnicas tradicionales y sin
imprimir jamás imágenes en sus lienzos o dibujos, separando así por completo su
obra pictórica de sus trabajos en el campo de la fotografía. Estos
planteamientos coinciden plenamente con el objetivo principal de su pintura que
ha sido siempre la búsqueda de la emoción estética y la expresión del mundo
interior a través de las imágenes.
Debido a su formación, ampliamente ecléctica y enraizada en
la tradición de la pintura europea, (por la cual siente gran entusiasmo), entre
sus pintores favoritos hay una gran variedad de todas las épocas. Esto ha
enriquecido su técnica dotándola de una gran versatilidad y de un atractivo
virtuosismo, lo que le permite abordar desde la figuración en todas sus
vertientes hasta la abstracción más libre.
De vocación muy temprana, inició en la infancia su formación,
recibiendo las primeras lecciones de
Dibujo y Colorido de su padre (también
pintor), aprendiendo precozmente acuarela, pastel, plumilla, carboncillo y óleo.
Ya en esa época comenzó su admiración por pintores como Botticelli, Correggio,
Giorgione, Giovanni Bellini, Tiziano, Tiepolo, Rembrandt, Vermeer, Caravaggio, Hals,
Claudio Lorena, Canaletto, Gainsborough, Romney, Reinolds, Lawrence, Constable
y Turner. Fue entonces cuando descubrió en la producción artística una vía
variadísima de enriquecimiento de la sensibilidad de las personas.
Desde muy pequeña, en
los museos de Zaragoza, en las visitas a exposiciones y en la gran cantidad de
libros de arte que leía, queda fascinada para siempre por los cuadros de españoles
como Velázquez, Goya y una larga lista de pintores del S. XIX como Carlos de Haes,
Federico de Madrazo, Raimundo y Ricardo de Madrazo, Fortuny, Martin Rico, Moreno
Carbonero, Emilio Sala, Muñoz Degrain, Beruete, Rusiñol, Ramón Casas y Mir, desarrollando
una particular predilección por los aragoneses Mariano Barbasán y Francisco
Pradilla, pintor, este último, por el que siente auténtica pasión.
En la adolescencia comienza un intenso estudio de los
impresionistas franceses y de varios pintores románticos, realistas, prerrafaelitas, macchiaioli, simbolistas, pasando rápidamente
al conocimiento entusiasta de las vanguardias tras bucear en el arte de fauvistas
y surrealistas.
Estudiará así, durante años a Caspar David Friedrich, Waterhouse,
Alma-Tadema, Burne-Jones, Albert Moore, Corot, Daubigny, Manet, Monet, Sisley, Pissarro, Henri Rouart,
Sargent, Van Gogh, Cristiano Banti, Boldini, Silvestro Lega, Telemaco
Signorini, Raffaello Sernesi, Giovanni Fattori, Ilia Repin, Ivan Kramskoi, Valentin
Serov, Menzel, Mucha, Le Sidaner, Ménard, Levy-Dhurmer, Klimt, Böcklin, Munch, Bonnard,
Vuillard.
También en la adolescencia leerá El punto y la línea sobre el
plano, de Kandinsky, libro con el cual comienza su interés por el arte del S.
XX y sus teorías. Y se aficionará a muchos
pintores de tendencias tan dispares como Magritte, Boccioni, Giacomo Balla,
Giorgio Morandi, Emilio Vedova, Zóbel, Antonio López, Amalia Avia, Carmen
Laffón, Guillermo Pérez Villalta, Iris Lázaro,
Javier Riaño, Francisco Castro, y entre los aragoneses sus preferencias se decantan por Saura, Manuel
Viola, José Orús, Hermógenes Pardos, Eduardo Laborda, Jesús Sus Montañés, Gillermo Cabal,Eduardo
Lozano, y Dino Valls.
Lourdes Barril siente una extraordinaria afinidad con las
teorías del movimiento modernista y el Art Nouveau, lo que le ha llevado a
representar en sus cuadros diversos edificios zaragozanos de esa época.
Habiendo vivido en una ciudad cuyo valioso patrimonio arquitectónico ha sido
tan maltratado y despreciado desde la guerra de la Independencia hasta el S. XX,
ha conseguido establecer en sus cuadros
simbólicas conexiones entre los solitarios edificios que pinta (algunos de los
cuales han sido vergonzosamente abandonados, derribados o reformados al “gusto”
actual), y la indefensión ante las condiciones de vida deshumanizadas de las
ciudades contemporáneas. La mejor muestra de su disconformidad contra la desnaturalizada
y aberrante fealdad urbana son los cuadros que realiza la pintora y la
ejecución esteticista, marcadamente decimonónica que, (de modo alusivo e intencionado),
utiliza en ellos.
En sus paisajes con arquitecturas de Zaragoza une a un elegante
dibujo muy descriptivo su característica franqueza cromática y los más líricos estudios
de luces y sombras, lo que se traduce en una pintura a la vez serena y emotiva,
intensa y evocadora, de gran belleza y de una exquisita veracidad.
Para ella, el arte figurativo nunca debe ser una neutra reproducción
mecánica y perfeccionista de la realidad, puesto que los elementos plásticos,
al depender de la realización y valoraciones personales de cada pintor, también deben reflejar estas, dando un resultado diferente
dependiendo de quién realiza el cuadro, de cómo ordena la composición, cómo
diseña las formas, cómo elabora las mezclas de color, qué aspectos es capaz de
captar, etcétera, mostrando la obra final el particular mundo interior de cada
artista y el tipo de percepciones que
prefiere recoger.
Lourdes Barril defiende la idea de que el dominio de la
técnica pictórica no es un fin sino un medio. Prefiere hacer pintura alla
prima, esbozando con soltura y suavizando las formas por medio del fundido
húmedo sobre húmedo. Es partidaria de no retocar los cuadros y no caer en el
énfasis perfeccionista. Esto implica abandonar cada zona del cuadro cuando ha
culminado el proceso de realización sin insistir más en ella, porque cuanto más
se retoca una imagen, más se aleja de la impresión inicial, que es la más
sincera, perdiendo espontaneidad y frescura a medida que se van acumulando
capas y rectificaciones.
Como todo buen pintor, sabe que una vez que se alcanza el
virtuosismo labrado por un largo oficio, los mejores cuadros son los más
espontáneos, los que se realizan decididamente y sin titubeos, reuniendo
variedad tonal, suficientes contrastes y riqueza cromática, sin acumular
retoques que puedan conducir a la meticulosidad de un acabado exagerado alejado
del verdadero análisis, que debe ser sobrio y conciso.
Los paisajes de Lourdes Barril llevan a cabo una poetización
de la realidad que convierte las bellísimas casas solitarias de Zaragoza en
lugares llenos de impacto estético y conducen al espectador a soñadores estados
de ánimo, presentándole evocaciones enigmáticas de cada edificio, en una
especie de tránsito a la antigua vida urbana, cuando todavía estaba unida a una
naturaleza rebosante de estímulos
sensoriales excluidos en la vida actual,
tantas veces privada de cualquier sensación poética cotidiana, con sus
aburridas inmensidades repetitivas de asfalto y cemento en una seca, uniforme,
austeridad volumétrica y lineal (elemento común en tantas ciudades contemporáneas
que parecen condenar por igual el ornamento y la diferenciación arquitectónica,
la tierra, el aire puro, el arbolado y cualquier vegetación que crezca
espontáneamente).
Para entender la pintura de Lourdes Barril hay que tener en cuenta que sus casas antiguas
exploran el contrapunto al empobrecimiento emocional y estético del presente,
mostrándonos lo que podríamos tener y ya no poseemos.
De este modo, en los cuadros de Lourdes Barril, lo que parece
un cuadro pintado con recursos del S. XIX, es, en realidad, el escenario
esclarecedor de una dialéctica defensora originada por el descontento, porque
esta pintora sostiene la idea de que la pintura, aunque no necesariamente deba
comunicar un mensaje, siempre refleja inevitablemente un contenido de
apreciaciones intelectuales y debe, por tanto, ser capaz de emitir vida e
impresionar del mismo modo que la música, invitando además a la reflexión.
Aunque aparentemente se valga de recursos plásticos que
podrían parecer convencionales, en el S.XXI, nadie niega ya a la actual pintura de
caballete su indudable capacidad para transmitir idearios en la línea más
puramente vanguardista de modo equivalente al de una instalación o un vídeo
cuando ya desde los orígenes de corrientes como el expresionismo quedó
demostrada dicha capacidad.
Esa sensación de frustración en la ciudad contemporánea, que
da origen a la temática de esta pintora llegó a revelarse como algo enormemente
común en los comentarios que emitían los numerosos visitantes de su primera
exposición, que tuvo lugar en la sala Barbasán de Zaragoza, en donde las más
bellas casas antiguas de esta ciudad fueron
protagonistas de sus lienzos, destacando como un dato muy revelador la reiterada
opinión de los visitantes, que demostraba la evidencia de que desde hace cien
años, la arquitectura se ha apartado de una milenaria tradición en la que
confluían maravillosamente el arte, la imaginación y las tradiciones autóctonas
y parece ocuparse únicamente de solucionar el problema de dar cobijo a la superpoblación,
puesto que muchos de los modernos edificios de nuestras cuadriculadas ciudades contemporáneas se diseñan en franca contradicción con las
aspiraciones de buena parte de sus habitantes, despreciando unos anhelos
estéticos comunes que se niegan y se pretende ignorar como si no existieran.
Aunque muchas realizaciones
del arte actual hayan barrido por completo tanto el trabajo manual como
el concepto de belleza en sus manifestaciones cayendo en una escueta teoría, esta
pintora mantiene la firme convicción de que el arte debe, también, seguir
creando belleza y cultivando la destreza
manual, porque al igual que ocurre con el dominio de un instrumento musical
(que es lo que nos permite una mayor libertad en la expresión a través de los
sonidos), un pintor que domina la técnica de la pintura tiene una capacidad mucho
más amplia y contundente para comunicar sus ideas y sus vivencias visuales.
Ni siquiera en el siglo XXI podemos prescindir de la belleza,
porque tanto la alternancia rítmica de las formas como la gracia óptica del
color inciden directamente en el espíritu de las personas contribuyendo a su
equilibrio y a su felicidad, como ya evidenció el arte griego. Y da lo mismo
que esos colores y formas se observen en un cuadro abstracto o figurativo, en
un edificio, un mueble, un vestido, una farola, una película, una
representación de ópera o un coche deportivo.
La estética y la particular poesía que encierra no son un
lujo superfluo. Son, tanto en el arte como en la vida, una necesidad de la
persona y ninguna otra cosa puede sustituirlas. La belleza nos influye
psicológicamente mucho más de lo que creemos, proporcionándonos agradables
estímulos sensoriales. Del mismo modo, sabemos que la visión constante de
entornos y objetos feos, sucios, sórdidos o repugnantes resulta deprimente y
acaba por afectar a nuestro estado de ánimo.
Todos sabemos que la monotonía de cientos de casas iguales en
cualquier ciudad actual nos aburre. La sensibilidad no puede florecer en el
cemento. En cambio, cuando llegamos a una ciudad, como por ejemplo Toledo o
Florencia, que contienen una variedad infinita de edificios con personalidad,
diferentes entre sí o que han conservado arquitecturas de todas las épocas, nos
sorprende agradablemente y despierta
nuestra imaginación por su heterogénea vitalidad.
Los lienzos de Lourdes Barril
hablan a los sentidos, lo mismo que la profusa ornamentación del Art
Nouveau que ella tanto admira, lo que, muchas veces, le lleva a pintar en sus
cuadros edificios de esa época. El Art Nouveau
está dominado por la línea curva, (al contrario que gran parte de
nuestra funcional arquitectura actual, fiel reflejo del actual pragmatismo).
Está unido a la naturaleza, es muy imaginativo y su variedad formal nos hechiza
por su dinamismo. Pero todo el arte del siglo XIX está dotado de una grandísima
energía espiritual. Esto explica, en nuestros tiempos del conceptualismo y de
las instalaciones, la vinculación de
esta artista con técnicas y modos de representación propios de la pintura del
siglo XIX, así como la predilección que siente por las corrientes culturales de
dicha época tan rica y cambiante, desde la literatura y la poesía hasta la
música.
Puesto que la pintura es el mejor lenguaje mudo que existe y
a pesar de que ciertos contenidos no serían expresables sin una vuelta a la
figuración, poniendo la técnica al servicio de la visión personal del paisaje,
no siempre esta pintora elige la representación de la realidad. Ya en sus
primeras acuarelas juveniles aplica el trazo gestual en unas composiciones
abstractas, marcadas por títulos más o menos líricos y por colores azulados,
violáceos, agrisados, verdes, muy afines a la música, y con claro contenido
poético. Siempre se trata de panoramas simbólicos que tienen su origen en un
estado anímico. Como la misma Lourdes Barril asegura “la figuración y la
abstracción no son distintas, son la misma cosa, son dos caras de una misma
moneda. Ambas participan de valores comunes como el colorido, la grafía, los
contrastes tonales, el espacio, la dirección de la línea, la profundidad, las
geometrías, los puntos de interés visual, los acentos cromáticos, etc. Todos
estos valores plásticos tienen, tanto en la abstracción como en la figuración,
un sentido que nos acerca al mundo interior de quién ha creado el cuadro y son
portadores de un lenguaje visual que es común a las dos vertientes artísticas.
Abstracción y figuración son una misma cosa y no hay por qué separarlas, pese a
opiniones que, desde hace un siglo, se han empeñado en enfrentarlas.”
Lourdes Barril ha realizado esporádicas incursiones en el
surrealismo y también produce multitud de obras completamente abstractas, lo
que no le resta unidad estilística puesto que no le impide ser consecuente en
su búsqueda de la belleza, de las posibilidades expresivas del color, los
reflejos, el claroscuro y la forma, dado que todos sus trabajos, incluidos los
abstractos, encierran esas mismas inquietudes, que según ella misma dice, son
atemporales, como demuestra el hecho de que siempre hayan permanecido vivas a
lo largo de toda la historia de la evolución de la pintura. Esto basta para
conectar profundamente la pintura del pasado con la pintura actual y nos
demuestra con certeza indudable que, en el arte, por encima de todos los
planteamientos teóricos, el juego de los
sentidos es el protagonista.